(Tomado del libro “Cuando la Iglesia Perdio la Sencillez”)
Mario E. Fumero
Era La primavera un día domingo del año 58 d.c. En una casona de tres pisos, en los suburbios de Troas, se congregaba un gran número de personas para celebrar un culto cristiano. Hombres, mujeres y niños se apiñaban en un aposento alto para compartir el pan y celebrar la fiesta de la Palabra. Ese día habían una visita especial, que habían venido de lejos, y estaban ansiosos por escuchar sus palabras. No habían asientos para todos, por lo que los más jóvenes se sentaban en el piso y en los bordes de las ventanas y barandas del tercer piso, para participar de la reunión. Comenzaron a orar y a cantar de forma espontánea. Vestían de forma sencilla, y no había instrumentos. Sus voces se unían, sin tener a uno que presidiera la reunión de alabanza. De pronto comenzaron a salir oraciones, lenguas y palabras de testimonio de diferentes lugares del salón. Había un ambiente de familiaridad y entusiasmo, y aunque apenas quedaba un espacio libre, todos formaban una masa compacta con alegría y sencillez de corazón.
Se comenzaron a encender lámparas de aceite para alumbrar bien el salón, y de uno de los extremos un anciano se puso en pie y alzando la voz exclamó:
- Mis queridos hermanos, ha llegado el momento de recibir la Palabra. Hoy tenemos con nosotros a nuestro hermano Pablo, que acaba de llegar de Macedonia y Grecia, deseo dejarle para que comparta sus experiencias, y nos dé la Palabra del Señor.- Un silencio de expectación inundó el ambiente. De entre la multitud salió la figura de Pablo. La gente le rodeaba, por lo que no podía apenas dar un paso, allí no había un “ambos” como en las sinagogas judías.
- Queridos hermanos, quiero compartirles las grandes cosas que el Señor ha hecho con nuestros hermanos en las regiones de Asia y Grecia.
Y así el apóstol comenzó a contar sus experiencias, como también las cosas maravillosas que el Señor estaba haciendo con su iglesia. Después continuó relatando como el Señor se le apareció en el camino de Damasco, y como le había hecho siervo de Jesucristo, siendo un abortivo. El tiempo transcurrió rápidamente, habían pasado dos horas, y un joven llamado Eutico, que estaba sentado en el borde de una ventana que daba a la calle, comenzó a cabecear, había trabajado mucho, y después de una larga jornada a pie, estaba extenuado, y el sueño le embargaba, de pronto el joven se durmió, y perdiendo el equilibrio, cayó al vacío. Todos los que les rodeaban gritaron. Pablo dejó de hablar, y un gran alboroto llenó la habitación, algunos corrieron hacia la calle a ver que le había pasado al muchacho.
Está muerto, se ha desnucado. Exclamó alguien. El apóstol, sin perder la ecuanimidad, salió detrás de los hermanos a la calle, calmando a la multitud, y acercándose al cuerpo de Eutico, se tendió sobre él en la acera y dijo: Tranquilos hermanos, no perdamos la calma, ni os alarméis, pues el muchacho está vivo. Y echándose sobre su cuerpo, le impone las manos, y le ayudó a levantarse. Después del susto, subieron de nuevo al aposento, y la gente comenzó a participar de la cena del Señor. Unos a otros compartían el pan y el vino, alabando a Dios por sus maravillas, hasta que rayó el alba.
Con este relato que se encuentra en Hechos 20:7-12 quiero ilustrar la sencillez de las reuniones cristianas en la época primitiva. No había un programa detallado, ni la gente miraba el reloj. La Palabra era el centro del culto, junto al compartir el pan unos con otros. ¿Cómo son nuestras reuniones hoy día? Hay iglesias donde todo está estrictamente programado: Se debe orar no más de dos minutos, el devocional unos 20, y el mensaje debe durar 20 minutos, y en una hora debemos haber terminado. Hay tantas estructuras de programación, que no queda espacio para que el Espíritu Santo pueda hablar.
En la Iglesia de los Hechos no había comodidad, ni alfombra, ni un gran edificio llamado “iglesia”. Las ceremonias (bodas, bautismos, cena) se ejecutaban sin tanta pompa y liturgia. Todo era sencillo, natural, espontáneo. Los ancianos (o ministerios) se mezclaban con el pueblo, eran uno más entre la multitud. El culto distaba mucho de ser como el nuestro, pues en las reuniones se proporcionaba una intimidad y ayuda mutua tan natural que la ministración era sencilla, predominando la confesión y reconciliación en medio de comunión del pan y el vino.
Recuerdo una vez que fui a predicar a una iglesia, el pastor me pasó a su oficina y me dijo:
–«Hermano Mario, el culto termina a las 12.00, yo le entrego a las 11.35 para que predique el mensaje, así que tiene 25 minutos, ahora bien, si usted quiere seguir predicando después de esa hora, no hay problema, pero a las doce los hermanos se van». No quiero decir con esto que los cultos no deben ser más o menos estructurados. Hay un orden, un esquema mínimos, pero en ellos debemos dejar que sea el ambiente, el Espíritu y la necesidad la que determine el tiempo. Puede durar una hora, o dos o tres, el tiempo es del Señor, la programación se crea para controlar una situación cuando carezcamos del mover de Dios, pero no debe ser una costumbre dogmática.
El peligro actual es que nuestros cultos giran alre-dedor del “ministro”, en donde todos los ojos se enfocan. Es el que predica desde un púlpito el que lo dice todo, estableciéndose un monólogo, sin interpelación de la asamblea. De igual forma, hay un director de alabanza que controla todo lo que los hermanos cantan y hacen, por lo que tenemos una alabanza dirigida, que muchas veces se degenera en una “manipulación”, desapareciendo la espontaneidad y los cánticos espirituales. En la medida en que la gente ponga su atención en el que dirige, la distracción priva de una comunión profunda.
No podemos llevar, a la fuerza, un culto largo, ni debemos cortar un ambiente de adoración por terminar a la hora, ambos extremos son destructivos para la salud de la iglesia. Lo que debemos buscar es sabiduría y equilibrio dentro de un ambiente de sencillez.
Debemos reflexionar sobre la diferencia de nuestro culto con aquel culto primitivo. Al respecto el pastor James R. Spruce escribe: “Al llegar a los últimos años el siglo XX, creo que hay varios factores en la iglesia que están creando dilemas que nuestros antepasados no enfrentaron. Entre ellos están: (1) Ambigüedad en la definición de adoración; (2) creciente popularidad de la iglesia en el mundo y del mundo en la iglesia; (3) falta de claridad en la expresión de nuestras emociones y espontaneidad; (4) aparición de la mentalidad espectáculo-espectador; (5) una perspectiva bíblica e histórica vaga; (6) la tendencia que lleva a un extremo el control pastoral y la subsecuente parálisis del ministerio de los laicos en la renovación de la adora-ción”.
Eran las fiestas de las pascuas (año 35 d.C.) y un carruaje procedente de Etiopía regresaba de Jerusalén. En él viajaba un funcionario de la reina de Etiopía, residente en Candace, el cual había sido castrado desde niño, para servir en el palacio de la reina, así que le llamaremos el eunuco etíope. Este eunuco era un devoto judío, y había ido a cumplir su peregrinación al templo de Salomón. Cruzaba el desierto contento, porque cada año pagaba sus votos a Jehová, y mientras su sirviente llevaba el carro, éste leía un manuscrito en Isaías 53:7-8.
“El fue oprimido y afligido, pero no abrió su boca. Como un cordero, fue llevado al matadero; y como una oveja que enmudece delante de sus esquiladores, tampoco él abrió su boca. Por medio de la opresión y del juicio fue quitado.
Y respecto a su generación, ¿quién la contará? Porque él fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la transgresión de mi pueblo fue herido.” De pronto el sirviente observó a un hombre a lo lejos y exclamo:
–Mi Señor, hay un desconocido en medio del camino.–
– Detente a ver quien es, pues este lugar es desierto– Exclamó el Eunuco. El carruaje se detuvo, y aquel hombre se acercó al eunuco.
–¿Quién eres y para dónde vas?-.- Preguntó el Eunuco.
– Me llamo Felipe, y el Señor me sacó de Samaria y me trajo al desierto para hablarte de su gloria– Y mirando el pergamino que llevaba en su mano le preguntó:
–¿Qué lees?.–
– Leo a Isaías capítulo 53– Replicó el Eunuco.
–¿Y entiendes lo que lees?– Inquirió Felipe.
¿Y cómo podré entender si no hay quien me enseñe? ¿Acaso tu conoces las Escrituras y sabes lo que dices?-
Y Felipe le respondió.
– Sí, claro, y es mas, conocí a aquel de quien habla Isaías.–
Y subiéndose al carro le contó al Eunuco todo lo que en Jesús se había cumplido. Le presentó la salvación, le habló del bautismo y del camino del arrepentimiento, de pronto el Eunuco ordenando detener el carro, exclamó:
–.He aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado?.–
Entonces Felipe dijo:
–Si crees con todo tu corazón, es posible–. Y respondiendo, dijo:
–Creo que Jesús, el Cristo, es el Hijo de Dios–. Entonces Felipe y el Eunuco descendieron al agua, y él le bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. Y el Eunuco no le vio más, y siguió su camino gozoso.(Hechos 8:26-40)
Que sencillo fue todo. No había allí una iglesia, ni le llevó a ésta para que se bautizara. No había un coro, ni instrumentos, ni programa. No había ¡nada!, y para mayor contradicción con nuestros tiempos, Felipe no era un ministro, sino un simple diácono. No hubo un cursillo de catecúmenos, ni un reglamento que dogmatizara el tiempo para bautizarse, ni un manual de bautismos con una ceremonia complicada. Todo era natural, fácil, sencillo. Allí estaban los elementos necesarios para ejecutar el bautismo: La Palabra, el cielo, la tierra, el agua, un convertido predicando y un nuevo creyente que confesaba a Jesús como su Señor. ¿Y qué más hace falta?
Recuerdo una vez que viajé a predicar a una aldea de las montañas de Copán,. Allí había una iglesia pastoreada por un humilde hermano de ese lugar. Estando realizando una campaña, el pastor me preguntó:
– Hermano, ¿usted puede bautizar?– Y le respondí que sí. Entonces me dijo:
–Hace 8 meses no viene el misionero, y tengo varios her-manos para el bautismo, ¿podría hacerlo usted?– y le dije que no había problema, pero le pregunté:
–¿Por qué no los bautiza usted si es el pastor, y los ganó para Cristo?– Y mirándome fijamente como asustado me respondió:
– Es que no soy ministro ordenado, tan solo un predicador laico.
¡Cuán complicada hemos hecho las cosas, cuando en su origen todo era tan sencillo! Se que muchas normas se crearon para evitar abusos y desvirtuaciones, pero me luce que nos hemos ido tan lejos de la sencillez verdadera, que hemos caído en un extremo peligroso. Muchos han abusado del ejercicio de los sacramentos, y como freno para evitar falsos maestros y charlatanes, se han establecido pautas que controlen esta acción, pero a veces la dogmatizamos, y caemos en actitudes que chocan abiertamente con la Palabra de Dios.
Era un lugar cualquiera de Éfeso, aproximadamente en los años 63 d.C. Se habían reunidos un centenar de cristianos de diferentes lugares de la ciudad para celebrar su asamblea semanal. Era una casona antigua, pero grande. Según iban llegando, se colocaban de forma circular, hasta que se junto un gran número de hombres y mujeres de todo aspecto. Habían judíos conversos, griegos y romanos pro-sélitos, y algunos de las clases más desposeídas, incluso hombres importantes que llevaban a sus esclavos, y los cuales tenían en sus cuerpos los símbolos de la servidumbre. Sin embargo, todos estaban sentados juntos, formando una sola masa, y se alistaban para adorar al Señor. Uno de los ancianos comenzó a orar en voz alta, cuando éste iba a terminar, todos comenzaron a clamar, y el lugar se llenó de un murmullo que expresaba un tremendo fervor. Cuando terminó la oración congregacional, una hermana de la multitud comenzó a cantar un salmo de David, algunos le acompañaron, otros seguían orando suavemente. Una vez concluido el salmo, uno de los presentes comenzó a recitar unas palabras del Antiguo testamento, y concluyendo éste, se escuchó una exclamación de júbilo, para dar paso a un mover maravilloso del Espíritu Santo. Una hermana comen-zó a hablar en lenguas, y otra le interpretó. Después un joven entonó una oración en forma de cántico espiritual, y algunos comenzaron a llorar, otros caían de rodillas, y una fragancia de alabanza inundó el ambiente. Así paso el tiempo, nadie ordenaba, nadie dirigía, nadie mandaba, todo brotaba de forma espontánea, con naturalidad y sencillez en medio de la asamblea de los santos. Pero, ¿dónde estaban los pastores o ancianos? Mezclados entre el pueblo, como uno más entre la masa compacta. Después de un tiempo de silencio, se levantó un anciano de barba blanca, y comenzó a proclamar el mensaje de Jesucristo.
Al terminar, todos se abrazaron, se besaban con ósculo santo, y se iban entre las sombras de la noche, para continuar en sus casas haciendo discípulos. Lo relatado es una visión propia hecha de los textos de Efesios 5:19:20, 1 Corintios 14:26, Romanos 12:10, 16:16, 2 Pedro 1:7, 1 Tesalonicenses 5:26.
Estamos ahora en el siglo XXI, y vamos a celebrar una asamblea de la Iglesia. Un gran salón con un buen equipo de sonido, y en el púlpito un grupo musical se alista para comenzar el culto. Uno de los músicos toma el micrófono y comienza:
–A ver cuantos trajeron sus manos, bátanlas. Todos de pie, Salude al que está al lado. Cuantos tienen un grito de guerra. Vamos a cantar y a proclamar victoria etc.
Y los músicos comienzan a entonar una canción alegre, proclamando guerra, victoria, poder. Al terminar, todo el mundo grita, silban, y alguno emite un sonido inarticulado de entre la multitud. Se comienza otra canción, y el que dirige ordena a todos batir las manos… y así pasan 15 minutos. De pronto cambian el ritmo y comienzan a adorar, el ambiente se calma, un coro suave inunda la congregación, y por otros 15 minutos se mantienen cantando coros de adoración. Después pasa un hermano con los anuncios, se recoge la ofrenda y viene algún especial. Después el mensaje, acto seguido la invitación, un coro alegre, y una que otra motivación para buscar sanidad, bendición, prosperidad, etc.. y se acabó el culto. Los ministros salen por la puerta de atrás, los músicos a un cuarto especial, el pueblo se va corriendo a abordar su transporte, y en corto tiempo, el lugar quedó desierto.
¿Qué ocurriría en uno de nuestros cultos si se fuera la luz eléctrica? Recuerdo que una vez estaba en un culto donde todo estaba bien organizado, de pronto se fue la luz, y todo se detuvo: guitarra, sintetizador, sonido, etc., sólo quedó la batería. La gente perdió la melodía de la música, no sabían que hacer. El que dirigía interrumpió el cántico, y empezó a animar a los hermanos y a pedirles que esperaran a que volviera la luz, para seguir cantando. Se que cuesta trabajo reconocerlo, pero dependemos tanto de las cosas, para adorar a Dios, que cuando faltan éstas, se acabó la adoración. ¿Saben por qué? Porque queremos hacer las cosas tan bien, que hemos perdido la sencillez en el culto.
Recuerdo que en el año 1976 celebrábamos en las Brigadas de Amor Cristiano de Tegucigalpa unos cultos especiales. El grupo musical compuesto por tres jóvenes guitarristas no se apareció esa noche, y el que dirigía no sabía que hacer. Fue allí cuando comprendí el daño tan grande que habíamos hecho al depender de un instrumento para hacer un culto de adoración, y como medida senadora, suprimí por varios meses el uso de instrumentos, a fin de aprender a cantar por nosotros mismos, usando nuestra voz y nuestras manos solamente. Aprendimos a expresar al unísono melodías que a veces se perdían por los sonidos de los instrumentos. Después de un tiempo, cuando la iglesia se educó, restituimos otra vez los instrumentos, pero aprendimos la lección, el adorar y cantar no depende de los instrumento, sino del fervor y la gratitud del corazón.
¿Existe un patrón bíblico que establezca una normativa de culto determinada? ¿Tenía la iglesia primitiva un grupo artístico que animara la alabanza con danzas y movimiento? ¿Tenían instrumentos en los cultos, como parte vital de la adoración? ¿Se imaginan a Pablo dando una campaña y cargando con un grupo musical? Los primitivos cristianos no tenían estos recursos, por lo tanto, no se hicieron esclavos de estos instrumentos.
Muchos historiadores y estudiosos de la liturgia cristiana consideran que en la medida que el culto se centralizó en un edificio, las formas se convirtieron en liturgias y lentamente se perdió la sencillez: “El uso de casas para culto era común, pero a partir del III siglo en adelante, los cristianos comenzaron a edificar iglesias para sus cultos” ¿Y cuando se construyeron esos edificios llamados “iglesia?: “La religión se convirtió en una ceremonia externa sin relación alguna con el carácter y la vida. Al seguir esta orientación, la gente no tenía hambre por la Palabra y la iglesia no tenía un mensaje que entregar; el sermón se consideró una parte sin importancia en el culto y muchas veces fue eliminado por completo. La adoración llegó a ser un imponente ritual dramático y simbólico”.
No quiero que piensen que estoy en contra de estas cosas. Las acepto como elemento complementario en el esfuerzo evangelístico, pero lo que quiero afianzar es que en el culto a Dios lo que cuenta es la sencillez en la adoración, y no el profesionalismo y la tecnología como medio de manipulación. Hemos hecho una “asamblea de títeres” a través del que dirige, y anulamos la libre expresión del pueblo:
–Levanta la mano, di esto, di lo otro, dile al que esta al lado estoy contento, aplaude, grita, salta, danza etc.
No parecemos ovejas que siguen a un pastor para comer pastos verdes, sino a un puñado de borregos manipulados dentro de un establo.
¿Qué hemos ganado con estos métodos? Ser igual a un teatro, atraer más a los que tales cosas les gusta. Edificar una iglesia que funciona más por atractivos humanos, que por convicción espiritual. ¿Qué hemos perdido? La espontaneidad del pueblo, la libertad de expresión, la sencillez en el orar, cantar, hablar, compartir, recibir profecías, la posibilidad de que el Espíritu hable, la capacitación del desarrollo propio para una adoración plena y personal, etc. La anulación en la participación del pueblo al culto queda limitado a una élite selecta de músicos, cantantes y ministros que lo hacen todo, y esto es el error más grave que se está cometiendo en nuestras estructuras eclesiales. Lo terrible es que mezclamos los ritmos mundanos, con el cual la gente rinde culto a la carne, moviendo el esqueleto, para traer delante del altar de Dios un fuego extraño como fórmula de adoración. Además, “a Dios le desagradan todos los actos de adoración que sean simples formulismos, sin relación alguna con la vida moral”.
Considero que estamos llegando a un punto de desvirtuación cristiana en el culto, que temo que lleguemos a hacer del mismo una réplica de los esquemas existentes en las discotecas o centro de espectáculos del mundo. David Wilkerson escribe al respecto “Hoy día el diablo no tiene necesidad de seducir, arengar ni escribir cartas a personas así. ¡Es porque ya domina a esa parte de la iglesia! En efecto, ha colocado en los púlpitos a sus propios “ángeles de luz”. Les ha entregado una religión tibia, mezclada: una dosis suficiente de tradición, combinada con una gran cantidad de maldad”. Las influencias de las nuevas corrientes musicales tales como el rock, rap, salsa, rumba etc. han convertido el culto en una réplica del estilo mundano, ignorando aquel texto que dice:
“No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no esta en él” 1 Juan 2:15
Y David Wilkerson lamenta que hayan “Pastores y evangelistas que se sienten héroes, que gastan millones de dólares en sueños egoístas o en empresas para su ego, han dejado a millones de ovejas golpeadas, confundidas y hundidas” llevándoles a una falsa adoración con elementos extraños dentro de su contenido.
Volvamos a la sencillez del culto. Retornemos a una evangelización genuina, y no hagamos de ella un espectáculo en torno a un individuo. Practiquemos una adoración de calidad, pero con sinceridad y sin manipulación. No confundamos cantar con adorar. La adoración es un todo, el cantar una parte.