(EXTRACTADA DEL LIBRO DEL MISMO NOMBRE,
PAGS. 87-90)
En el Nuevo Testamento, siempre la esperanza está entrelazada con la eternidad.
La iglesia de los primeros apóstoles no tenía expectativas por días mejores en la Tierra.
No tenía sueños terrenales. Para los primeros cristianos, la única esperanza era la de
poder ver, algún día, a Dios.
Hoy, la iglesia occidental alimenta la triste ilusión de que el tiempo de dolor,
sufrimiento y persecución fue sólo para el principio. Y que ahora, el Señor dará a su
pueblo, tiempos de gloria. Hay una teología triunfalista que enseña que, aún antes de
la venida de nuestro amado Señor (2 Tes. 1:3-12), la iglesia tendrá dominio y autoridad
en el mundo. Como si el Reino de Dios no estuviese dentro de nosotros y necesitara
tener visible apariencia (Lucas 17:20-21). ¡Ojalá se arrancasen la lengua los que
enseñan tales aberraciones!
Esta predicación ha producido una iglesia que se siente muy a gusto y confortable en
la Tierra. Una iglesia enraizada en el mundo y con esperanzas terrenales. ¡Una iglesia
que no tiene nostalgias por el cielo! Que tiene miedo a la muerte y temor al
sufrimiento. Una iglesia quejosa y exigente que ha abandonado las acciones de gracias.
Una iglesia que se olvidó de la advertencia de las Escrituras: “En el mundo tendréis
aflicción…” (Juan 16:33), y que “Es necesario que a través de muchas tribulaciones
entremos en el Reino de Dios.” (Hechos 14:22). “…Porque vosotros mismos sabéis que
para esto estamos puestos.” (1 Tes. 3:3)
Una iglesia que recuerda que somos “…herederos de Dios y coherederos con Cristo”,
pero se olvida que esto es sólo “…si padecemos juntamente con él, para que
juntamente con él seamos glorificados”. (Rom. 8:17). Al contrario de Pablo, la iglesia de
hoy no considera que es mucho mejor estar con Cristo (Filip. 1:23), pues sepulta a sus
muertos en desesperación, como aquellos que no tienen esperanza.
Se olvidan que no se completó aún el número de los que han de morir por causa
del testimonio (Apoc. 6:9-11) y que, según algunos estudiosos, la iglesia del siglo XX
produjo más mártires que en los primeros diecinueve siglos juntos. Por conveniencia,
prefiere ignorar que “… se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá
pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares.
Y todo esto será principio de dolores.
Entonces os entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis aborrecidos de
todas las gentes por causa de mi nombre.” (Mateo 24:7-9)
Aquellos cuyos ojos aún están fascinados por el brillo de este mundo, no aman la
venida del Señor. Estos ni siquiera saben sufrir por el nombre del Señor, cuánto menos
morir. Probablemente formarán filas en la apostasía (2 Tes. 2:1-3; Mateo 24:10-12).
Pese a todo, la verdadera iglesia está diciendo ¡Ven! (Apoc. 22:17,20). Ven, Novio
bendito, para tomarme como tu herencia y tu propiedad particular. La verdadera
iglesia discierne el tiempo y presta atención a la voz celestial: “Oye, hija, y mira, e
inclina tu oído; Olvida tu pueblo, y la casa de tu padre (olvida la tierra, la herencia de
Adán); Y deseará el rey tu hermosura; E inclínate a él, porque él es tu señor.” (Salmo
45:10-11)
Es de mucho consuelo saber que, de la misma manera que nosotros deseamos verlo
volver, Él desea venir a buscarnos para sí mismo. En mi primer contacto con la iglesia
perseguida, en un país musulmán, en una reunión con puertas y ventanas cerradas,
recordé Cantares 2:10,14: “….Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven… Paloma
mía, que estás en los agujeros de la peña, en lo escondido de escarpados parajes,
muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu
aspecto”.
Esta paloma tan dulce e indefensa, perseguida y despreciada, un día oirá la voz del
Novio, que vendrá saltando sobre los montes, brincando sobre los collados como un
cervatillo, mirándola por la ventana, atisbando por las celosías y diciendo: “Levántate,
oh amiga mía, hermosa mía, y ven” (Cantares 2:8-10). No necesitas más huir o
esconderte. Ha llegado tu Amado. Tus perseguidores están postrados ¡Muéstrate,
novia mía!
¡Precioso Señor, todos los días miramos al Cielo con nostalgias de Ti! ¡Ven a
nosotros, pues tú eres nuestra esperanza!
Pablo se refiere al galardón que está reservado para todos los que aman su venida
(2 Tim. 4:8). El Señor dice que estos serán para Él, en aquel día, su especial tesoro
(Mal. 3:17). Son estos, los benditos del Padre, los que recibirán por herencia el Reino
que les está preparado desde antes de la fundación del mundo (Mateo 25:34)
¡Esta es la esperanza que tenemos, su venida!
Esta esperanza produce gozo y consolación (Rom. 15:4,13). Y mientras aguardamos
esta bendita esperanza, es importante que vivamos “como es digno de la vocación con
que fuimos llamados” (Efesios 1:15-23; 4:1; Filip. 1:27; 1 Tes. 5:23; 1 Tim. 6:14; 1 Pedro
1:17; 1 Juan 2:28)
Por todo esto, debemos y necesitamos tener esperanza. Por todo lo que Dios es, por
todo lo que Dios quiere, tengamos esperanza ¡Aleluya!
“Y todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es
puro… Cristo Jesús, nuestra esperanza es puro” (1 Juan 3:3; 1 Tim. 1:1)
¡ALELUYA!
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