martes, 12 de agosto de 2014

LA ORACIÓN PRIVILEGIO SAGRADO Por: Edwards M Bounds


La palabra ORACIÓN expresa el más amplio y comprensivo acercamiento a Dios. Es una estrecha relación y auténtica comunión con EL. Es disfrutar de Dios y tener acceso a ÉL. La Oración llena el vacío del hombre con la plenitud de Dios. Suple la debilidad humana con la fortaleza del Todopoderoso. La Oración es el plan de Dios para suplir la más grande y continua necesidad del creyente. Es un trabajo serio y difícil, ES LA LABOR MÁS IMPORTANTE QUE LOS HOMBRES PUEDAN REALIZAR.

La Oración no es el pequeño atavío prendido sobre nosotros, mientras estuvimos atados a las faldas de nuestra madre, ni una acción de gracias de un cuarto de minuto hecha sobre una comida de una hora. Emplea más tiempo y apetito que nuestras más grandes comilonas o más ricas fiestas. Debe penetrar tan fuertemente en el corazón y vida como penetró en las Lágrimas y Clamor de Cristo, Y Cristo, en los dias de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su clamor reverente Heb.5:7. La Oración debe desarrollar el alma en una agonía de deseo como lo hizo con Pablo y ser un fuego como la oración ferviente y efectiva de Santiago, aquella cualidad que, cuando la ponemos en el incensario de oro delante de Dios, obra poderosas revoluciones espirituales.

La Oración como un mero habito, refrescado por medio de la costumbre y la memoria, como un deber que debe realizarse para desligarse de una obligación y aquietar la conciencia, como un mero privilegio, una indulgencia sagrada de la cual sacar ventaja, un cumplimiento llevado a cabo por rutina o de manera “profesional” es una cosa muerta. Tal Oración no tiene conexión con la oración por la  que abogamos, aquella que empeña y coloca sobre el fuego cada elemento elevado del ser del creyente. ORACIÓN que es nacida de una unidad con Cristo y de la plenitud del Espíritu Santo, la que brota de lo profundo, sobreabundando en fuentes de tierna compasión, solicitud inmortal por el bien eterno del hombre…..Un celo consumidor por la Gloria de Dios y de la necesidad imperativa de la mas poderosa ayuda de Dios. La Oración fundada en estas convicciones es la oración verdadera.

La destilación celestial del Espíritu Santo es en respuesta a la Oración , ella impregna, difunde, ablanda, filtra, corta y calma. Es el don de Dios, el distintivo del Cielo dada a los verdaderos escogidos y valientes, quienes lo han buscado a través de Muchas Horas de Oración batalladora y llena de Lágrimas. El ungimiento celestial es lo que necesita la iglesia hoy y debe tener, un aceite divino y celestial puesto en ello por la imposición de la mano de Dios, que ablanda y lubrica al hombre íntegro, -espíritu, alma y cuerpo-, hasta que lo aparta de todos los motivos y designios terrenales, seculares, mundanales, egoístas y ambiciosos, y lo acerca a todo que es puro y agradable a Dios. Lo más maravilloso es que esta unción no pertenece a la memoria o época del pasado, ni es un don enajenable, sino que es un don presente y perpetuo, primeramente obtenido: Por LA ORACIÓN incesante a Dios, por apasionados deseos en pos de lo divino, por estimarla, por buscarla con incansable ardor y devoción.

La Oración es un Privilegio Sagrado. Es una deber, una obligación imperativa para todo creyente. Es también un medio, un instrumento y una condición. El NO ORAR ES PERDER EL GOCE DE UN ALTO PRIVILEGIO.  

Padre Celestial en el nombre de Jesucristo tu hijo, y por el poder de tu Santo Espíritu, te pido que nos cubras con espíritu de Oracíon, cúbrenos con un manto de Oración, para anhelar estar en tu presencia, con tu guía y las motivaciones correctas. ¡Cuán amables son tus moradas oh Dios de los Ejércitos! Anhela mi alma y aún ardientemente desea los atrios de Jehová, mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo. Salmo 84:1-2. Como el Siervo brama por las corrientes de las  aguas, Así Clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed del Dios Vivo. Salmo 42:1-2.  

sábado, 9 de agosto de 2014

EL DOMINIO PROPIO – C. H. Mackintosh

EL DOMINIO PROPIO

La palabra griega traducida “templanza” en 2.ª Pedro 1:6 en la versión inglesa King James tiene un significado mucho más profundo que el que normalmente se le asigna a ese término. Usualmente la palabra “templanza” se aplica a los hábitos de moderación con referencia a comer y beber. No cabe duda de que éste es parte de su significado, pero el sentido en el griego es mucho más amplio. De hecho, la palabra griega empleada por el inspirado apóstol significa propiamente “dominio propio” (como en la versión española Reina-Valera), y transmite la idea de uno que tiene el dominio de sí mismo de forma habitual y que sabe gobernar el yo.


Ejercer el dominio de uno mismo es, en efecto, una gracia extraordinaria y admirable, la cual comunica su bendita influencia sobre toda la marcha, el carácter y la conducta del individuo. Esta gracia no sólo afecta directamente uno, dos o veinte hábitos egoístas, sino que ejerce su efecto sobre el yo en toda la gama y variedad de ese tan amplio y odioso término. Más de uno que miraría con orgulloso desdén a un glotón o a un borracho, puede él mismo faltar a toda hora de manifestar la gracia del dominio propio. Ciertamente, los excesos en la comida y la bebida deben ser clasificados junto con las formas más viles y degradantes de egoísmo. Deben ser considerados como parte de los frutos más amargos de este árbol tan extendido del yo. El yo, en efecto, es un árbol, y no solamente la rama de un árbol ni el fruto de una rama, y nosotros no sólo debemos juzgar el yo cuando está activo, sino controlarlo para que no actúe.

Puede que alguno pregunte: «¿Cómo puedo controlar el yo?» La bendita respuesta es simple: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). ¿No hemos obtenido la salvación en Cristo? Sí, bendito sea Dios, la hemos obtenido. ¿Y qué incluye esta palabra maravillosa? ¿Es simplemente la liberación de la ira venidera? ¿Es meramente el perdón de nuestros pecados y la seguridad de estar librados del lago que arde con fuego y azufre? Por más preciosos que fueren estos privilegios, la “salvación” abarca mucho más que ello. En una palabra, “salvación” implica una plena aceptación de Cristo con el corazón, como mi “sabiduría” para guiarme fuera de la oscuridad de la insensatez y de los caminos torcidos, hacia los caminos de luz y de paz celestial; como mi “justicia” para justificarme delante de un Dios santo; como mi “santificación” para hacerme prácticamente santo en todos mis caminos; y como mi “redención” para darme liberación final de todo el poder de la muerte, y entrada en los campos eternos de gloria (1.ª Corintios 1:30).

Por eso, es evidente que el “dominio propio” está incluido en la salvación que tenemos en Cristo. Es el resultado de esa santificación práctica de que nos ha dotado la gracia divina. Debemos guardarnos con cuidado del hábito de tener una visión estrecha de la salvación. Debemos procurar entrar en toda su plenitud. Es una palabra que se extiende desde la eternidad hasta la eternidad y abarca, en su poderoso barrido, todo los detalles prácticos de la vida diaria. No tengo ningún derecho de hablar de salvación de mi alma en el futuro mientras rehúse conocer y manifestar su influencia práctica en mi conducta en el presente. Somos salvos, no sólo de la culpa y la condenación del pecado, sino del poder, la práctica y el amor de él en su plenitud. Estas cosas nunca deben separarse; y ninguno que ha sido divinamente enseñado en cuanto al significado, magnitud y poder de esa palabra preciosa -salvación-, lo hará.

Al presentar ahora a mi lector unas observaciones prácticas sobre el asunto del dominio propio, voy a considerarlo bajo las tres divisiones siguientes, a saber: a) los pensamientos, b) la lengua y c) el temperamento. Doy por sentado que me estoy dirigiendo a personas salvas. Si mi lector no lo fuere, sólo puedo dirigirlo a la única senda verdadera y viviente: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa” (Hechos 16:31). Pon tu entera confianza en Él y estarás tan seguro como Él mismo lo es. Ahora procederé a tratar el práctico y tan necesario tema del dominio propio.

En primer lugar, trataremos acerca de nuestros pensamientos y del control que habitualmente debemos ejercer sobre ellos. Supongo que hay pocos cristianos que no han padecido pensamientos perversos: esos intrusos molestos que aparecen en nuestra más profunda intimidad, perturbando continuamente el descanso de nuestra mente, y que tan frecuentemente oscurecen la atmósfera alrededor de nosotros y nos privan de mirar arriba con una vista clara y plena hacia el cielo luminoso. El salmista podía decir, “Los pensamientos vanos aborrezco” (Salmo 119:113). Son verdaderamente aborrecibles y deben ser juzgados, condenados y desechados. Alguien, hablando del asunto de los malos pensamientos, dijo: «Yo no puedo impedir que los pájaros vuelen sobre mí, pero sí puedo evitar que se posen en mí.» Asimismo, no puedo evitar que los malos pensamientos surjan en mi mente, pero sí puedo impedir que se alojen en ella.”

Pero ¿cómo podemos controlar nuestros pensamientos? No más de lo que podríamos borrar nuestros pecados o crear un mundo. ¿Qué deberíamos hacer? Mirar a Cristo. Éste es el verdadero secreto del dominio propio. Él puede guardarnos, no sólo de que se alojen malos pensamientos, sino también de que los tales surjan en nuestra mente. No podríamos prevenir lo uno ni lo otro. Él puede prevenir ambas cosas. Él puede evitar no sólo que los viles intrusos entren, sino que también golpeen a la puerta. Cuando la vida divina está en su actividad, cuando la corriente de pensamiento y sentimiento espiritual es profunda y rápida, cuando los afectos del corazón están intensamente ocupados con la Persona de Cristo, los vanos pensamientos no vienen a atormentarnos. Sólo cuando nos dejamos invadir por la indolencia espiritual, los malos pensamientos vienen sobre nosotros. Entonces nuestro único recurso es fijar nuestros ojos en Jesús. Podríamos también intentar combatir contra las organizadas huestes del infierno, así como contra una horda de malos pensamientos. Mas nuestro refugio es Cristo. Él ha sido hecho para nosotros “santificación”. Podemos hacer todas las cosas por medio de Él. Sólo tenemos que llevar el nombre de Jesús contra el diluvio de malos de pensamientos, y Él dará con toda seguridad una plena e inmediata liberación.

Sin embargo, el medio más excelente para ser preservado de las sugerencias del mal consiste en estar ocupados con el bien. Cuando la corriente del pensamiento fluye invariablemente hacia arriba, cuando es profundo y perfectamente estable, sin ningún desvío ni lagunas, entonces la imaginación y los sentimientos, que brotan de las profundas fuentes del alma, fluirán naturalmente hacia adelante en el lecho de dicho canal. Éste es indiscutiblemente el camino más excelente. ¡Ojalá que lo probemos en nuestra propia experiencia! “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, en esto pensad. Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz será con vosotros” (Filipenses 4:8-9). Cuando el corazón está lleno de Cristo, habiendo incorporado de forma viva todas las cosas enumeradas en el versículo 8, disfrutamos de una paz profunda e imperturbable frente a los malos pensamientos. Éste es el verdadero dominio propio.

En segundo lugar, podemos pensar en la lengua, ese miembro influyente tan fructífero para el bien como para el mal, el instrumento con el que podemos proferir acentos de dulce y tierna simpatía, o palabras de amargo sarcasmo y de ardiente indignación. ¡Qué importancia enorme tiene la gracia del dominio propio en su aplicación a tal miembro! Graves daños, irreparables con el tiempo, puede causar la lengua en un instante. Palabras por las cuales daríamos el mundo para que fuesen borradas, puede proferir la lengua en un momento de descuido. Oigamos lo que el inspirado apóstol dice sobre este asunto:

“Porque todos ofendemos en muchas cosas. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo. He aquí nosotros ponemos frenos en las bocas de los caballos para que nos obedezcan, y gobernamos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde quisiere el que las gobierna. Así también, la lengua es un miembro pequeño, y se gloría de grandes cosas. ¡He aquí, un pequeño fuego ­cuán grande bosque enciende! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Así la lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo, é inflama la rueda de la creación, y es inflamada del infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres de la mar, se doma y es domada de la naturaleza humana: Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado; llena de veneno mortal.” (Santiago 3:2-8).

¿Quién entonces puede controlar la lengua? “Ningún hombre” es capaz de hacerlo, pero Cristo sí puede, y nosotros sólo tenemos que contemplarlo a Él, con simple fe. Esto implica la conciencia tanto de nuestra absoluta impotencia como de Su plena suficiencia. Es absolutamente imposible que seamos capaces de controlar la lengua. Es lo mismo que si intentáramos detener la marea del océano, los ríos de deshielo o el alud de la montaña. ¡Cuántas veces, al sufrir las consecuencias de alguna equivocación de la lengua, hemos resuelto ordenar a ese miembro desobediente algo mejor la próxima vez, pero nuestras resoluciones resultaron ser como el rocío de la mañana que se desvanece, y no tuvimos más remedio que retirarnos y llorar por nuestro deplorable fracaso en el asunto del dominio propio! ¿A qué se debió esto? Simplemente a que nosotros emprendimos esta obra sobre la base de nuestras propias fuerzas o por lo menos sin tener una conciencia suficientemente profunda de nuestra propia debilidad. Ésta es la causa de constantes fracasos. Debemos aferrarnos a Cristo como un niño se aferra a su madre. Esto no significa que el hecho de aferrarnos tenga algún mérito en sí mismo; sin embargo, debemos aferrarnos a Cristo, pues ésta es la única manera en que podemos refrenar la lengua con éxito. Recordemos siempre estas palabras solemnes y escudriñadoras del mismo apóstol Santiago: ” Si alguno piensa ser religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino engañando su corazón, la religión del tal es vana.” (Santiago 1:26). Son éstas palabras saludables para un tiempo como el presente cuando tantas lenguas desobedientes y vanas palabras pululan por doquier. ¡Ojalá que tengamos gracia para prestar oídos a estas palabras! ¡Que su santa influencia cale hondo en nuestros caminos!

El tercer punto que vamos a considerar es el temperamento o el carácter, el cual se halla íntimamente relacionado con la lengua y con los pensamientos. Cuando la fuente del pensamiento es espiritual, y la corriente celestial, la lengua es sólo el agente activo para el bien, y el temperamento será calmo y apacible. Si Cristo mora en el corazón por la fe, todo se halla bajo control. Sin Él, nada tiene valor. Yo puedo poseer y manifestar la calma de un Sócrates, y al mismo tiempo ignorar por completo el “dominio propio” de que habla el apóstol Pedro en 2.ª Pedro 1:6. Este último se funda en la “fe”; mientras que la calma estoica de los sabios de este mundo se funda sobre el principio de la filosofía: dos cosas totalmente diferentes. No debemos olvidar que se nos dice: “Agregad a vuestra fe, virtud…” Esto pone a la fe primero como el único eslabón que vincula el corazón con Cristo, la fuente viviente de todo poder. Teniendo a Cristo y permaneciendo en Él, somos hechos capaces de agregar a la fe “virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal, amor”. Tales son los preciosos frutos que brotan como resultado de permanecer en Cristo. Pero yo no puedo controlar mi temperamento más que mi lengua o mis pensamientos, y si me propusiera hacerlo, con toda seguridad fracasaré a cada instante. Un filósofo sin Cristo puede que manifieste un mayor dominio sobre sí mismo, su carácter y su lengua que un cristiano, si éste no permanece en Cristo. Esto no tendría que ocurrir y no ocurriría si tan sólo el cristiano considerara a Jesús. Sólo cuando falla en este punto, el enemigo gana ventaja. El filósofo sin Cristo tiene un éxito aparente en la obra tan importante del dominio propio, sólo que así puede estar más efectivamente cegado acerca de la realidad de su condición delante de Dios, y ser arrastrado precipitadamente a la perdición eterna. Satanás se deleita cuando hace tropezar y caer a un cristiano, haciendo así que éste halle así una ocasión para blasfemar el nombre precioso de Cristo.

Lector cristiano, tengamos en cuenta estas cosas. Consideremos a Cristo a fin de que controle nuestros pensamientos, nuestra lengua y nuestro temperamento. Prestemos “toda diligencia”. Sopesemos todo lo que esto involucra. “Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Mas el que no tiene estas cosas, es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados” (2.ª Pedro 1:8-9). Estas palabras son profundamente solemnes. ¡Con qué facilidad caemos en un estado de ceguedad y negligencia espiritual! Ninguna medida de conocimiento, ya de doctrina, ya de la letra de la Escritura, preservará al alma de esta horrible condición. Únicamente “el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” será de provecho. Y este conocimiento crecerá en el alma “dando toda la diligencia para agregar a nuestra fe” los diversos dones de gracia a los que el apóstol se refiere en el pasaje tan eminentemente práctico que cala hondo en nuestra alma. “Por lo cual, hermanos, procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 10-11).

Traducido del original en inglés «Things New and Old»

Flavio H. Arrué

sábado, 2 de agosto de 2014

El Dios de nuestra salvación. Andrew Murray



Todo lo que la Iglesia y sus miembros necesitan para la manifestación del gran poder de Dios en el mundo es regresar al lugar de una dependencia absoluta e incesante en Dios.

“Solamente en Dios descansa mi alma; de Él viene mi salvación” (Sal. 62:1).

Si la salvación viene verdaderamente de Dios y es enteramente obra suya, como le fue nuestra creación, resulta, de modo natural, que nuestro principal deber es esperar en Él para que haga la obra como a Él le agrade.
Esperar pasa a ser, pues, el único camino para llegar a la experiencia de la plena salvación; el único camino, en realidad, de conocer a Dios como el Dios de nuestra salvación. Todas las dificultades que se pueden esperar, impidiéndonos la plena salvación, tienen su origen en esto: el conocimiento y la práctica deficientes de esperar en Dios. Y todo lo que la Iglesia y sus miembros necesitan para la manifestación del gran poder de Dios en el mundo es regresar al lugar debido, el lugar que nos corresponde, lo mismo en la creación que en la redención; a saber, el lugar de una dependencia absoluta e incesante en Dios.

Esforcémonos, entonces, por ver cuáles son los elementos que hacen esta espera en Dios bendita y necesaria. A su vez, esto nos ayudará a descubrir las razones por las cuales la gracia es tan poco cultivada y nos hará sentir lo infinitamente deseable que es para la Iglesia, y para nosotros mismos, descifrar este bendito secreto a cualquier precio.

La necesidad profunda de este esperar en Dios se halla igualmente en la naturaleza del hombre y en la naturaleza de Dios. Esto es, Dios, como Creador, formó al hombre para que fuera un vaso en el cual Él pudiera manifestar su poder y su bondad. El hombre no había de tener en sí la fuente de su vida, su fuerza, su felicidad, sino que el Dios eterno y viviente había de ser en todo momento quien le comunicara todo lo que necesitaba. La gloria y la bienaventuranza de la Providencia no dependían de sí mismo, sino de Dios que, en su infinita riqueza y amor, se lo otorgaba al hombre. Por su parte, el hombre debía tener el gozo de recibirlo todo, en todo momento de la plenitud de Dios. Éste era el estado de bienaventuranza de la criatura, antes de su caída.

Por cuanto tuvo lugar la caída del hombre en el pecado, éste pasó a ser aún más dependiente de Dios, de forma absoluta; pues no podía haber la más pequeña esperanza de recuperación de su estado de muerte, si no en Dios, en su poder y en su misericordia. Así, sólo Dios empezó la obra de la redención; sólo Dios la continuó y la lleva a cabo, en todo momento y en cada creyente individual.

E incluso en el ser humano regenerado no hay poder de bondad en sí mismo. ¡No puede ni tiene nada que no haya recibido! Por lo que esperar en Dios le es igualmente indispensable, y debe ser para él algo tan continuo e incesante como respirar.

Es precisamente porque los creyentes no conocen bien su relación de absoluta pobreza e invalidez con respecto a Dios, que no tienen sentido de su dependencia absoluta e incesante y de la bienaventuranza inefable de esperar en Dios de modo continuo. Pero una vez un creyente ha empezado a verlo, y consciente en ello, por medio del Espíritu Santo recibe en todo momento lo que Dios obra. Dicho de otra manera, esperar en Dios pasa a ser su esperanza y su gozo. En efecto, al captar cómo Dios, en cuando a Padre lleno de amor infinito, se deleita en impartir su propia naturaleza a su hijo -tan plenamente como este hijo puede aceptarlo- y al comprobar que Dios no se cansa en ningún momento de cuidar de su vida y de fortalecerse, el creyente se maravilla de que hubiera pensado con respecto al Padre de modo distinto al de un Dios en quien esperar constantemente.

En resumen, Dios dando y obrando sin cesar y el hijo incesantemente esperando y recibiendo, ésta es la vida bienaventurada. Ya lo dijo el salmista:
“Solamente en Dio descansa mi alma; de Él viene mi salvación”.

Es decir, primero esperamos en Dios para recibir la salvación. Luego, sabemos que la salvación es sólo para llevarnos a Dios y enseñarnos a esperar en Él. Y finalmente encontramos que hay algo mejor todavía: que esperar en Dios es en sí mismo la mayor salvación; es darle a Él la gloria de serlo todo y experimentar que Él es el todo en nosotros... ¡Que Dios nos enseñe la bienaventuranza de esperar en Él!
“¡Alma mía, espera sólo en Dios!”.