Capítulo 1- LA FALTA DE ORACIÓN
"Codiciáis, y no tenéis", Santiago 4:2.
"Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese" (intercesor), Isaías 59:16.
"Nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para apoyarse en ti", Isaías 64:7.
EN NUESTRA última convención en Wellington para la profundización de la vida espiritual, las reuniones de la mañana se dedicaron a la oración y a la intercesión. Se halló gran bendición tanto al oír lo que enseña la Palabra de Dios sobre la necesidad y el poder de la oración, como al unirnos para la súplica unida. Muchos pensaron que sabemos muy poco acerca de la oración perseverante e importuna, y que ésta es en realidad una de las necesidades más grandes de la iglesia.
Durante los últimos dos meses, he asistido a varias convenciones. En la primera, una Conferencia Misionera Holandesa en Langlaagte, la oración fue el tema general de los mensajes. Luego en la próxima, en Johannesburgo, un hombre de negocios dijo que tenía la profunda convicción de que la iglesia de nuestro día necesita grandemente más del espíritu de la práctica de la intercesión. Una semana después, en una Conferencia Ministerial Holandesa, pasamos dos días estudiando la obra del Espíritu Santo y, posteriormente, otros tres días estudiando la relación del Espíritu con la oración. Fuimos guiados a escoger el tema de la oración para las reuniones de los pastores en las sucesivas convenciones. Por todas partes la gente confesaba: “¡Oramos muy poco!” Junto con esto, parecía haber el temor de que, a causa de la presión del trabajo y la fuerza del hábito, era casi imposible esperar cualquier cambio grande.
Estas conversaciones me produjeron una profunda impresión. Había una gran desesperanza por parte de los siervos de Dios con respecto a la posibilidad de que se produjera un cambio completo y se hallara una real liberación, de un fracaso que solo puede impedir nuestro gozo en Dios y nuestro poder en su servicio. Yo le pedí a Dios que me diera palabras para llamar la atención sobre este mal, pero aun más, que despertara la fe e inspirara la seguridad de que Dios por su Espíritu nos capacitara para orar como debemos.
Permítame presentarle algunos ejemplos para demostrar cuan universal es la falta de una adecuada vida de oración.
El año pasado, el doctor Whyte, de la Iglesia Libre de San Jorge. Edimburgo, en un mensaje dirigido a los pastores, dijo que el como joven pastor, había pensado que cualquier tiempo que le quedara de la visita pastoral, debía pasarlo hasta donde le fuera posible estudiando libros. El quería alimentar a su pueblo con lo mejor que pudiera prepararles. Pero ahora había aprendido que la oración era más importante que el estudio. El les recordó a sus hermanos aquella elección de los diáconos para que se hicieran cargo de las recolectas, para que los doce apóstoles persistieran "en la oración y en el ministerio de la palabra". Dijo que algunas veces, cuando los diáconos le llevaban su salario, él tenía que preguntarse si había sido tan fiel en sus obligaciones como los diáconos en las de ellos. El sentía como si ya fuera tarde para volver a adquirir aquello que había perdido, e instó a sus hermanos a orar más. ¡Qué solemne confesión y advertencia por parte de alguien que ocupa un puesto alto! ¡Oramos muy poco!
Hace dos años, durante una convención que se realizó en Regent Square, en una conversación con un pastor londinense muy conocido, surgió este tema. El insistía en que dedicar muchísimo tiempo a la oración, implicaría el descuido de los llamados imperativos del deber. Este pastor dijo: "Antes del desayuno, se recibe el correo de la mañana, donde hay diez o doce cartas que se tienen que contestar, además de cumplir otros compromisos incontables, más que suficientes para llenar el día. Es difícil ver cómo puede hacerse eso".
Le respondí que era sencillamente asunto de escoger si el llamado de Dios a que le dediquemos nuestro tiempo y nuestra atención era más importante que el de los hombres. Si Dios esta esperando encontrarse con nosotros y darnos bendición y poder del ciclo para su obra, es una política miope poner otro trabajo en el lugar que Dios y la espera en él deben de ocupar.
En una de nuestras reuniones pastorales, el superintendente de un distrito grande lo expresó del siguiente modo: "Yo me levanto en la mañana y paso media hora con Dios, estudiando la Palabra y orando, en mi cuarto, antes del desayuno. Luego, salgo, y estoy ocupado todo el día con numerosos compromisos. Creo que no pasan muchos minutos sin que respire una oración para pedir guía y ayuda. Después de mi día de trabajo, realizo mis devociones nocturnas y le hablo a Dios acerca de la obra del día. Pero de la oración intensa, definida, e importuna de la que habla la Biblia, sabemos muy poco". ¿Qué debo pensar de tal vida?, preguntó él.
Todos vemos el contraste que hay entre un hombre cuyos ingresos escasamente sostienen a su familia y mantienen su negocio, y otro cuyos ingresos lo capacitan para expandir su negocio y también para ayudar a otros. Puede haber una vida cristiana sincera en la cual sólo hay suficiente oración para mantener la posición que hemos logrado, pero sin mucho crecimiento en la espiritualidad o semejanza a Cristo. Esa es una actitud más bien defensiva, que busca pelear contra la tentación, y no una actitud agresiva que se extiende hacia los logros mas elevados. Si en verdad ha de haber una marcha de fortaleza en fortaleza, y una experiencia significativa del poder de Dios para santificarnos y hacer que desciendan bendiciones sobre otros, tiene que haber una oración más definida y perseverante. La enseñanza bíblica acerca de clamar día y noche, de continuar firmes en la oración, de velar y orar, de ser oídos por la importunidad, en algún grado tiene que llegar a ser nuestra experiencia, si hemos de ser intercesores.
En la siguiente convención se presentó la misma pregunta en forma algo diferente. "Soy presidente de un centro al cual le corresponde atender un distrito grande. Veo la importancia de orar mucho, y sin embargo, mi vida casi no me deja tiempo para ello. ¿Hemos de someternos? O díganos, ¿cómo podemos lograr lo que deseamos?"
Admití que la dificultad era universal.
Uno de nuestros misioneros en África del Sur que más honores ha recibido tuvo la misma queja: "A las cinco de la mañana hay personas en la puerta que esperan medicinas. A las seis llegan los tipógrafos, y tengo que ponerlos a trabajar y enseñarles. A las nueve me llama la escuela, y hasta tarde en la noche estoy ocupado con numerosas cartas que tengo que contestar".
Para responder, cité un proverbio holandés: “Lo que es más pesado tiene que pesar más”. Es decir, lo más pesado tiene que ocupar el primer lugar. La ley de Dios es inmutable; así como sucede en la tierra, en nuestra comunicación con el cielo, sólo obtenemos según lo que damos. A menos que estemos dispuestos a pagar el precio, a sacrificar tiempo y atención, y tareas aparentemente legítimas o necesarias a favor de los dones celestiales, no necesitamos buscar mucho poder del cielo para nuestra obra".
Todo el grupo se unió en esta triste confesión. Lo habían pensado bien, habían lamentado el asunto incontables veces. Aun así, allí estaban ellos, con todos estos clamores que ejercían presión y todos los fracasos de las resoluciones de orar, que obstruían el camino. Posteriormente, en este libro hallará el informe que le dirá hacia dónde nos llevó esta conversación.
Permítame hacer mención de un testigo más. Durante mi viaje me encontré con uno de los padres Cowley, quienes tienen retiros para los clérigos de la iglesia anglicana. Me interesé en saber la línea de enseñanza que él seguía. En el transcurso de la conversación, él usó la expresión "la distracción de los negocios", que según él, era una de las grandes dificultades a que tenía que hacer frente en sí mismo y en otros. Por los votos de su orden, él estaba obligado a dedicarse especialmente a la oración. Pero le parecía muy difícil. Todos los días, tenía que estar en cuatro diferentes puntos del pueblo en que vivía; su predecesor le había dejado la responsabilidad de varios comités, donde se esperaba que él hiciera toda la obra. Parecía que todo conspiraba para impedirle orar.
Ciertamente, este testimonio demuestra que la oración no ocupa el lugar que debiera ocupar en nuestra vida pastoral y cristiana. Todos estamos dispuestos a confesar tal deficiencia. Estos ejemplos también indican que las dificultades que bloquean la liberación hacen casi imposible el regreso a una vida verdadera y llena de oración.
Pero ... bendito sea Dios: "Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios". "Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra".
El llamado de Dios a orar mucho no necesita ser una carga, ni una causa de continua auto condenación. El quiere que sea un gozo. El puede hacer que sea una inspiración. Por medio de ese llamado nos puede dar fuerza para todo nuestro trabajo y hacer descender su poder para que obre por medio de nosotros en nuestros semejantes.
Sin temor, confesemos el pecado que nos avergüenza, y luego hagámosle frente en el nombre de nuestro poderoso Redentor. La misma luz que nos muestra nuestro pecado y nos condena por él, nos mostrará la vía de escape hacia la vida de libertad que agrada a Dios. Que esta infidelidad en la oración nos convenza de la falta en nuestra vida cristiana que yace en la raíz de ella. Luego, Dios usará este descubrimiento para llevarnos, no solo al poder para orar que tanto anhelamos, sino también al gozo de una vida nueva y saludable, de la cual la oración es la expresión espontánea.
¿Cómo puede transformarse nuestra falta de oración en una bendición? ¿Cómo puede cambiarse en un sendero de entrada en que el mal sea dominado? ¿Cómo puede llegar a ser nuestra relación con el Padre lo que debe ser: una relación de continua oración e intercesión, de tal modo que nosotros y el mundo que nos rodea seamos bendecidos?
Tenemos que comenzar regresando a la Palabra de Dios para estudiar el lugar que Dios quiere que ocupe la oración en la vida de su hijo y de su iglesia. Un nuevo entendimiento de lo que es la oración según la voluntad de Dios, de lo que nuestras oraciones pueden ser, por la gracia de Dios, nos librará de nuestras, débiles y deterioradas actitudes acerca de la absoluta necesidad de la oración continua, que yacen en la raíz de nuestro fracaso.
Cuando nosotros logremos un discernimiento de lo razonable y recta que es esta asignación divina, y cuando estemos plenamente convencidos de la manera tan maravillosa como cuadra con el amor de Dios y con nuestra propia felicidad, nos libraremos de la falsa impresión de que ésta es una demanda arbitraria. Con todo el corazón y con toda el alma, estaremos de acuerdo y nos rendiremos a ella, y nos regocijaremos en ella, como la manera única y posible de que la bendición del cielo venga a la tierra.
Todo pensamiento de que ésa es una tarea y una carga de esfuerzo propio y fatiga, pasará. Tan sencilla como es la respiración para la vida física, así será la oración en la vida del cristiano que está dirigido y lleno por el Espíritu de Dios.
A medida que pensamos en esta enseñanza de la Palabra de Dios sobre la oración y la aceptamos, comprenderemos que nuestro fracaso en nuestra vida de oración es el resultado de nuestro fracaso de la vida en el Espíritu. La oración es una de las funciones más celestiales y espirituales de la vida en el Espíritu. ¿Cómo pudiéramos tratar de cumplirla o esperar cumplirla de tal manera que agrade a Dios, sin que nuestra alma tenga perfecta salud y nuestra vida esté poseída y movida por el Espíritu de Dios?
El discernimiento con respecto al lugar que Dios quiere que la oración ocupe en una vida cristiana plena, nos mostrará que no hemos estado viviendo la vida verdadera y abundante. Cualquier pensamiento sobre orar más, o sobre orar de manera eficaz, será vano, a menos que lleguemos a una relación más íntima con nuestro bendito Señor Jesús. Cristo es nuestra vida. El vive en nosotros de una manera tan real que su vida de oración en la tierra y de intercesión en el cielo se nos infunde en la medida en que nuestra entrega y nuestra fe lo permitan y lo acepten.
Jesucristo es el sanador de todas las enfermedades, el vencedor de todos los enemigos, el que libra de todo pecado. Nuestro fracaso nos enseña a volvernos de nuevo a él, a hallar en él la gracia que da para orar como debemos. La humillación de nuestro fracaso pasado puede transformarse en nuestra mayor bendición. Roguémosle a Dios que él visite nuestra alma y nos haga aptos para aquella obra de intercesión que es la mayor necesidad de la iglesia y del mundo. Sólo mediante la intercesión puede descender del cielo el poder que capacitará a la iglesia para conquistar al mundo.
Avivemos el don dormido que no hemos puesto en uso. Tratemos de reunir, enseñar y agrupar a todos los que podamos para que le recordemos a Dios sus promesas. No le demos a él descanso hasta que haga que su iglesia sea un gozo en la tierra Nada sino la oración puede hacer frente al intenso espíritu de mundanalidad de que se oyen quejas por todas partes.