Introducción
Es muy triste ver tropezar a personas de las cuales tuve celos, o contra quienes me permití insinuaciones de competencia. Pocas sensaciones son tan angustiosas y desagradables como esta.
Los celos y la envidia son gemelos, y mucho más dañinos al corazón y al alma que la ira y el furor (Prov. 27:4). Mientras que la ira y el furor son manifestaciones momentáneas, circunstanciales y pasajeras, los celos y la envidia se alojan en lo más íntimo del alma, amargando el corazón que las abriga. La persona llevada por los celos se vuelve egoísta,
defensiva, insensata. No se da cuenta que, muchas veces, hace un papel ridículo
defendiéndose, comparándose y descubriendo a sus semejantes. Tener celos es una de las
mayores manifestaciones del egoísmo, opuesto al amor, que no busca sus propios intereses.
Al final, los celos causan más daño a quien lo posee que a quien es blanco de ellos.
El ejemplo más conocido de esta verdad es la historia de José y sus hermanos. Esta historia
nos muestra cómo alguien que fue blanco de afectos, cariños y amorosos cuidados, puede
volverse odiado. José fue durante mucho tiempo el hermano menor y, ciertamente, fue
protegido, alzado y rodeado de mimos por sus hermanos mayores. Así y todo, aquellos que
alguna vez lo protegieron y besaron, pasaron a odiarlo, persiguiéndolo y maltratándolo, y
casi asesinándolo a causa de los celos y la envidia. El envidioso sólo se satisface quitando de
delante de sus ojos el objeto de sus celos. Así, los hermanos de José lo vendieron como
esclavo.
Capítulo 1
El riesgo de desear el reconocimiento humano – El complejo de Amán
Mucho se ha hablado de no apropiarnos de la gloria que es para el Señor. De la necesidad
de mantenernos en humillación delante de Dios, y del hecho que muchos ministerios han
sucumbido porque los hombres se pusieron a sí mismos, y no al Señor, como centro de sus
decisiones e intenciones.
Ahora, consciente del valor de esta advertencia, estoy convencido que el mal que más nos
amenaza no es la competencia con el Señor (esto es muy grosero y estamos más atentos),
sino la competencia con aquellos que comparten con nosotros las responsabilidades del
ministerio en la casa de Dios. Una de las tentaciones más sutiles, peligrosas y constantes es
buscar para nosotros la honra que Dios reservó para nuestro compañero. Sé que en la
mayoría de los modelos de gobiernos existentes en la Iglesia Evangélica, no se divide la
autoridad y responsabilidad entre iguales. Al contrario, hay siempre un líder principal,
rodeado de auxiliares, a quien es atribuido todo mérito por los avances en la obra.
Debemos recordar que en el Nuevo Testamento, siempre que la Escritura se refiere al
gobierno de la Iglesia en la localidad, utiliza la expresión en plural – “Presbíteros”, o,
“Presbiterio”. Por eso este modelo de “liderazgo solitario” está en flagrante contradicción
con la Escritura. La soledad del líder favorece la vanidad personal, volviéndose un lazo del
diablo que ha llevado a muchos a volverse soberbios y a aislarse, defendiendo “su”
ministerio. Tales líderes, en su aislamiento, se vuelven inaccesibles y esconden sus flaquezas
y errores, sin permitir que nadie se aproxime a ellos lo suficiente como para corregirlos.
Muchas veces los resultados de esta actitud son pecados graves y escándalos,
cumpliéndose la advertencia de las escrituras: “El que se aparta [aísla] busca su propio
deseo, y estalla en disputa contra toda iniciativa” (Prov. 18.1 RVA), y “…Pero ellos,
midiéndose y comparándose a sí mismos consigo mismos, no son juiciosos [sensatos]” (2
Cor. 10.12 RVA).
El propio Dios no trabaja solo, y si queremos agradarlo debemos buscar la pluralidad en
nuestro servicio a Él. Es verdad que existen riesgos al dividir el ministerio con otros iguales a
nosotros en autoridad y responsabilidad, pero es cierto también, que no existe un recurso
más eficaz para ejercitarnos en humillación y para volvernos más parecidos con el Señor
Jesús en su vaciamiento y actitud de siervo. Entendiendo que el modelo bíblico es la
voluntad del Señor, debemos tener una clara conciencia de los riesgos de la pluralidad en el
ministerio para preservar la actitud correcta y ser en todo agradables al Señor.
En un ambiente de autoridad plural, una de las tentaciones más sutiles, peligrosas y
constantes es buscar para nosotros la honra que Dios reservó para nuestro compañero. La
Escritura dice que somos ministros de Cristo y mayordomos de los misterios de Dios, y que
debemos ser fieles al servicio que nos fue confiado (1 Cor 4.1-2). El servicio es escogido por
el Señor y no por el siervo. Le toca a cada uno realizar con fidelidad y alegría el servicio que
le fue confiado, sin importar lo que el Señor haya reservado para los demás consiervos (Rom
12.3, 1 Co 3.5-9, Gal 2.7-9, Efe 4.7). Muchas veces la “curiosidad” respecto a lo que el Señor
pretende hacer con nuestros compañeros denuncia un error típico de quien se siente
amenazado por la trayectoria de otro. Por eso, la respuesta del Señor Jesús a las
curiosidades de este tipo será siempre la misma que le fue dada a Pedro, cuando se sintió
“incomodado” con la compañía de Juan: “-Señor, ¿y qué de éste?
Jesús le dijo:-Si yo quiero
que él quede hasta que yo venga, ¿qué tiene esto que ver contigo? Tú, sígueme” (Juan 21.21-
22). O sea “Pedro, ¿estás preocupado con el bien de tu compañero o quieres mantener tu
exclusividad?”
Es el Señor quien establece el “espacio” de cada uno. No debemos estar inquietos con el
avance de los que están a nuestro lado. Si no entendemos esto, la competencia se instalará
en nuestro corazón, haciendo brotar el celo y la soberbia, llevándonos a la perdición.
“…para que aprendáis en nosotros a no pasar más allá de lo que está escrito, y para que no
estéis inflados de soberbia, favoreciendo al uno contra el otro.
Pues, ¿quién te concede
alguna distinción? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te jactas
como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4.6-7).
El servicio al Señor es muchas veces motivo de vanagloria y soberbia, por eso tales
advertencias apostólicas no nos deben sorprender. Al contrario, la Escritura afirma
claramente que “Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda” (Fil 1.15). Si
no existiese el riesgo de competencia en el ministerio, si no estuviésemos expuestos a
sentirnos superiores y mejores que otros, y si no existiese el riesgo de “hacer” la obra de
Dios buscando nuestra propia honra, el Espíritu Santo no nos habría dicho: “No hagáis nada
por rivalidad ni por vanagloria, sino estimad humildemente a los demás como superiores a
vosotros mismos” (Fil 2.3).
Una manera de guardar nuestro corazón contra estos sentimientos es no preocuparnos
demasiado con el juicio que hacen otros con respecto a nosotros, descansando y confiando
en el juicio que el propio Señor hará de nosotros, como dice Pablo en 1 Cor 4:5: “sí que, no
juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, quien a la vez sacará a la luz las
cosas ocultas de las tinieblas y hará evidentes las intenciones de los corazones. Entonces
tendrá cada uno la alabanza de parte de Dios.”. Pero aún cuando nos esforzamos para no
reaccionar tanto ante el juicio que hacen de nosotros, la tendencia es ir al otro extremo,
despreciando la opinión de los hermanos y nos ocultamos bajo una capa de falsa
“espiritualidad” (3 Juan 9-10). En este caso, dejamos de ser bendecidos y perfeccionados a
través del discernimiento de la Iglesia.
La Escritura está llena de declaraciones sobre el juicio de Dios y la recompensa que Él nos
concederá en el día final. El Señor asegura que nuestras obras nos acompañarán (Apo 14.13)
y que cada uno recibirá su alabanza de parte de Dios demostrando que el tribunal de Cristo
será para recompensa y no para castigo (1 Cor. 4:5; Rom 14.10, 2 Cor 5.10). Afirma aún que
el Señor nos observa para su aprobación y alabanza (2 Cor 10.18), y que Él exaltará a los que
se humillen (Santiago 4.6-10). Sin embargo, parece que es más fácil buscar y hasta exigir el
reconocimiento de los hombres. Es difícil valorar aquello que sólo ocurrirá en la eternidad.
Huir de la honra, muchas veces inmerecida, o sufrir el daño de ser ignorado y despreciado
por los hombres en espera del juicio de Dios, exige fe, y para la mayoría de nosotros, es más
fácil sentir que creer. Somos inmediatistas y por eso reaccionamos con más facilidad a la
alabanza o a la reprobación de los hombres, que alabanza o reprobación de Dios.
La verdad es que nuestra a nuestra carne le gusta y se deleita con la honra proveniente de los
hombres. Jesús advierte a aquellos que buscan y aceptan la gloria de los hombres diciendo
que éstos no son capaces de creer (Juan 5.44). Y si no pueden creer, ¿Cómo podrán agradar
al Señor (Heb 11.6)? ¿Si no pueden agradar al Señor, cómo recibirán alabanza de su parte?
El camino y el premio de los que buscan reconocimiento humano será el mismo que el de
los hipócritas reprobados por el Señor Jesús: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de
los hombres, para ser vistos por ellos. De lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro
Padre que está en los cielos… como hacen los hipócritas… para ser honrados por los
hombres… para ser vistos por los hombres… De cierto os digo que ya tienen su
recompensa…” (Mat 6.1-6, 16-18).
Buscar el reconocimiento de los hombres significa perder la recompensa que se podría recibir de Dios.
Toda buena obra o justicia, o sea, todo acto de obediencia a la voluntad de Dios practicado
en la tierra, debe perseguir la gloria de Dios y no nuestra propia honra. Podemos percibir
esto comparando Mateo 5.16 con Mateo 6.1:
Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras buenas
obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos.
Los textos son muy parecidos y hablan de practicar buenas obras delante de los hombres. La
única y terrible diferencia es que se puede hacer esto buscando la gloria de Dios o el
reconocimiento de los hombres para uno mismo. Es solo una cuestión de una actitud
interior. La búsqueda de reconocimiento humano nos alejará de la gloria de Dios.
El hombre que busca la gloria de los hombres no solo perderá la aprobación de Dios sino
que traerá sobre sí juicio, ira y condenación. Esto está muy bien ilustrado en la historia de
Aman y Mardoqueo en el libro de Ester. No le era suficiente a Aman tener el altísimo
privilegio de ser el primer ministro del glorioso imperio medo-persa. El quería ser venerado
por cada individuo (Ester 3.1-6). El hecho de que Mardoqueo rehusara arrodillarse al paso
de Aman, hizo que este presuntuoso ministro planease la muerte de Mardoqueo y de todos
los judíos. La necesidad de aceptación es un sentimiento común a todos los humanos, pero
se puede transformar en un desmedido deseo y búsqueda de afirmación delante de los
hombres. Este deseo de obtener el reconocimiento de los hombres es un pozo sin fondo,
como un agujero negro en el cosmos. Llamamos a esto “el complejo de Aman”.
Ninguna honra, ningún reconocimiento o amor consigue llenar este vacío. Aquel que de
riendas sueltas a tal sentimiento se encontrará en terrible lazo del diablo y será prisionero y
rehén de su propia carne y pasión. No se contentará con el amor de Dios, ni quedará
satisfecho con la aceptación y reconciliación que el Padre nos ofrece por medio de Jesús. Tal
persona no será ayudada otorgándole sus aspiraciones. Al contrario, como Aman, se hundirá
cada vez más en este pantano de destrucción. Con el pasar del tiempo este deseo enfermo
aumentará, generando una verdadera dependencia, o sea, un deseo que se transformará en
“necesidad”. Como un adicto a las drogas, el individuo irá en una creciente búsqueda de
satisfacción de este vicio, y sin darse cuenta, cometerá locuras, hasta hallar su propia
destrucción como aconteció con Aman (Ester 5,6,7).
Algunos, para recibir alabanza de los hombres, expulsarán a Cristo de sus corazones.
El Señor nos guarde de este miserable y engañoso corazón (Jer. 17:9-10; Prov. 28:26)